Velouté es la obra más reciente de la escritora Annika Brunke. A continuación nos adelanta el primer capítulo de esta novela de ficción erótica que puedes encontrar en Amazon y en Mol Cafe, en Las Palmas de Gran Canaria.
Capítulo 1
Escuché cerrarse la puerta con un golpe seco, y maldije la incontinencia que teníamos ambos, la facilidad de soltar por la boca cualquier cosa que se nos pasase por la cabeza, especialmente en momentos de rabia. De pie en la oscuridad, medio desnuda y oliendo a él por todo el cuerpo, me inundaba una sensación de tristeza y enorme soledad.
Tan solo unos meses le habían bastado para entrar en mi vida y desmoronarla entera, un día de lluvia, exactamente como este. Llegó al local con algo de timidez en la mirada, andar poderoso y cuerpo imponente. Me juego la cabeza a que, a su paso, mientras caminaba por cualquier calle, las mujeres se mordían el labio inferior en un acto reflejo de deseo, o emitían un profundo suspiro. Tíos buenos existen en todos lados, pero la combinación que estaba a punto de presentarse frente mi puerta, era digna de otra liga.
Llevaba el pelo castaño atado en un moño, una barba poblada y recortada que le confería un aspecto salvaje, y miraba a su alrededor en silencio, apoyado en la barra con las manos entrelazadas. Tatuado en la piel, un animal mitológico que con toda seguridad le recorrería más allá del antebrazo. Tenía un cuerpazo, pero no era especialmente guapo ni con líneas perfectas, sino que pertenecía a esa rara especie de hombres que te hacen babear inconscientemente. Guapo no, pero sí descaradamente atractivo. Cualquier psicólogo, en cinco minutos, podría explicarnos el porqué. Por qué, independientemente de la edad, la raza, la capacidad económica y la educación, las mujeres nos sentimos atraídas hacia los rebeldes, los malotes, los que tienen escrito en la frente que nos partirán el corazón.
Le esperaba aquella mañana, pero me había olvidado totalmente de la entrevista y me había comprometido a estar en la pastelería. Laura había pospuesto dos veces su cita con el dentista, y no estaba dispuesta a perderla a ella también, por un dolor de muelas. Afortunadamente, había tenido la precaución de ponerme una alarma en el móvil diez minutos antes de la cita, como hacía con casi todo lo importante, y en este caso me había salvado del desastre total.
Pierre, se había roto la pierna una semana antes, al salir del metro y yo andaba como loca, dividiéndome como podía entre el restaurante, donde los servicios empezaban a resultarme agotadores, y la pastelería, donde elaborábamos no solo los postres del local, sino una buena parte de los productos que servíamos en el café situado en la calle trasera. Me sentía afortunada de haber encontrado una ubicación lo bastante cerca, como para aprovechar el tiempo y centralizar los esfuerzos. Y, especialmente en días como hoy, en los que debía estar en dos lugares a un mismo tiempo, la proximidad era casi una bendición.
Necesitábamos ayuda con urgencia. No pedía demasiado, sabía que Pierre era imposible de reemplazar. Llevaba allí más tiempo que yo, cuando el cartel de la entrada aún rezaba Chez Foret en grandes letras de metal y tipografía cursiva, sobre el nombre igualmente ostentoso de mi difunto marido, Jacques Foret. Un buen sous chef es casi más importante en una cocina que un chef. Organiza, controla, encamina el servicio y toma las riendas si hace falta. Conoce todas las elaboraciones, los puntos de cocción y los emplatados. Sabe de qué pie cojea cada miembro del equipo, a quién le puede dar más presión y a quién no. Al menos, así era en la cocina de Jacques Foret.
El titular que daba nombre al restaurante, al final se limitaba a salir a saludar, dar “su toque” a algún plato, y montar en cólera si algo no estaba como él esperaba. Pero esto ya no era Chez Foret, sino La Zorra y el Cuervo, y sin Pierre, me tocaba cambiar las horas ante la amasadora, por la mesa delantera del pase. Para salvar la ausencia de Pierre, Cris sería mi sous chef. Era cabezona, organizada y muy perfeccionista. Perfecta para el puesto. Lo merecía, tras más de un año en la partida de pescado sin apenas fallos. A veces parecía más un juego de estrategia, que la plantilla de una cocina. Cris al frente, conmigo, lo cual dejaba la partida coja, por lo que necesitaba alguien en los pescados, alguien que diese la talla. El resto del personal era inamovible.
Después de varias entrevistas a lo largo de la semana, me había resignado casi a no encontrar a esa persona. Algunos tenían muy poca experiencia, y yo no tenía tiempo de enseñarles con semejante caos entre las manos; otros tenían demasiada, lo cual no era malo, pero siempre he pensado que a las personas con mucha experiencia les resulta más difícil adaptarse a una forma nueva de hacer las cosas. Reconozco que me dejaba llevar por la intuición, y algunos candidatos perfectamente capaces no consiguieron el puesto. Acabé recurriendo a los compañeros de profesión, preguntando si alguien conocía a algún cocinero con interés en un contrato corto, y que contase con los suficientes conocimientos.
Guillaume Marco, amigo desde que empezamos en la escuela de cocina, acababa de conseguir su segunda estrella, y tenía entre manos no solo su restaurante de Londres, reconocido con este galardón, sino que ultimaba las obras de una nueva ubicación en Singapur. Ayaz, como le denominó, formaría parte de su brigada en el nuevo emplazamiento, pero eso no sería hasta dentro de cuatro meses. Mientras tanto, el joven, al que resaltó como el aprendiz más despierto que había tenido hasta el momento, estaba desocupado y buscando un trabajo intermedio que no requiriese una dedicación a largo plazo. Eso precisamente le hacía ideal para mí.
-Pero ¿qué le digo? —Cris entró en pánico al saber que tendría que ser ella quien le entrevistase.
-A ver, tú tranquila. Le preguntas lo normal, dónde ha trabajado, dónde ha estudiado. Deja que hable él. Yo intentaré terminar cuanto antes, pero aún estoy con la decoración ⎯dije al otro lado de la línea.
-¡Ay, Sol! A mí estas cosas no se me dan nada bien.
-Le haces las preguntas. Observas, escuchas; me fío mucho de lo que te parezca a ti. Si ves que puede servirnos, le haces una prueba.
-Joder…
-Tranquila, casi seguro que habré llegado antes de que termine. Estoy aquí al lado, mujer. Si tienes cualquier duda, me llamas.
El desconocido preguntó por la señora López, arrastrando la “s” sonora final, y acentuando la “e” al más puro estilo inglés, según me contó Cris horas después. A pesar de que le había dado las instrucciones a ella lo suficientemente claras, se bloqueó en el último momento y decidió llamarme para que hablase yo con él, accionando el modo altavoz del teléfono, para poder escucharme ambos.
-Buenos días, señora.
«¿Señora? Pues mal empezamos», pensé.
-Me llamo Nur Ayaz. Vengo de parte del chef Marco.
Juro que no advertí la coincidencia en su nombre de pila. Si lo hubiera hecho, habría reaccionado de inmediato, pero no me di cuenta. Nur no era un nombre común, pero esta es una de las ciudades con mayor mezcla de culturas del mundo, aquí hay gente de tantos países y religiones, que irremediablemente te olvidas de ese tipo detalles.
-Bien, señor Ayaz, disculpe que tengamos que hacerlo de esta manera. Si quiere vamos avanzando algo, en un rato llegaré al restaurante, pero ahora mismo me es imposible acercarme. Guillaume me ha dicho que este año ha estado con él en Le Marché y ha pasado por todas las partidas ¿Puedo preguntarle cuál es su favorita?
-Las salsas y los postres.
-¿En ese orden?
-Sí, señora.
Ante su respuesta, me sentí como si llegase tarde al baile en la asociación de jubilados del barrio, y aún estuviese buscando la dentadura.
-¿Por qué?
-Una buena salsa, me refiero a una espectacularmente buena, puede salvar una proteína sencilla y una guarnición que no tenga demasiado que aportar.
-Entiendo que domina usted esa partida.
-Sí, señora.
«¿Hola? ¿Tengo voz de señora?», continué con el diálogo de mi mente. Mierda la respuesta era más que evidente, sí. Me había convertido en una.
-Y ¿los postres?
-Digamos que un buen final puede arreglar incluso un inicio desastroso.
-¿Y la domina usted?
-En absoluto. Es ⎯dijo con toda la honestidad que pudo⎯ el motivo por el que estoy aquí. El chef me ha explicado el trabajo, y me parece bien. También me ha dicho que tienen una pastelería, y quizá pueda cubrir allí algún turno, y así aprender algo más.
-Tendríamos que organizarnos, todo depende de cómo vaya surgiendo. En principio, no le veo problema. Sé que cuatro meses son muy pocos, pero lo cierto es que no sabemos cuánto tiempo estará de baja Pierre. Librará usted dos días a la semana, cerramos los domingos y los lunes, y la jornada es la habitual en cocina: turnos partidos.
-Sí, señora.
-¿Puedo preguntarle de dónde es usted? No tiene acento, pero el apellido le delata.
-Soy turco, pero nací aquí en Londres.
Me mantuve en silencio, acercándome al teléfono, con la manga pastelera repleta de ganache de chocolate y la boquilla redonda expulsando gotas perfectas bajo la presión de mi mano. Esperaba que hablase algo más de sí mismo, sino porque si íbamos a trabajar codo con codo cada día, debíamos al menos tener una cierta cordialidad.
-Aunque he pasado casi toda mi vida en Estambul. Estaba calmado y su voz derrochaba seguridad en sí mismo– Tengo veintinueve años, y no he estudiado cocina, sino arquitectura. Hace dos, dejé todo para dedicarme a esto. Me gustaría decir que soy autodidacta, aunque no se me ocurriría jamás tal prepotencia. Aprendí de mi abuela y de mi madre siendo un niño, para luego, al llegar aquí, empezar de aprendiz en un café turco de la calle Charlotte, donde me enseñaron muchas cosas. El chef Marco era cliente habitual y, tras probar uno de mis platos, me dio una oportunidad.
-Lo conozco, señor Ayaz.
-¿Perdón?
-El café de la calle Charlotte, en Fitzrovia, ¿verdad?Es famoso por sus dolmas de cordero.
-Gracias.
-¿Las aprendió usted a hacer allí? Son una maravilla.
-Me temo, señora, que no. –Me estaba empezando incluso a molestar el apelativo ya– La receta es mía.
-¿Las dolmas?
-Sí.
-Suyas.
-Sí, señora.
-Bueno, hagamos una prueba. ¿Le parece?
-Me parece.
-Cris le enseñará la cocina. Me gustaría que hiciera un plato de pescado. La salsa y la guarnición las dejo a su elección.
-Muy bien, señora López.
-Estaré ahí en un rato.
Cinco minutos después, tras enseñarle la cocina y dónde encontrar lo que necesitaba, Nur colgaba el abrigo gris en el perchero de la oficina anexa, descubriendo una camiseta blanca algo gastada, que le marcaba los brazos, y unos vaqueros negros. Podría haberle pedido un plato complicado, alguna técnica rara que le pusiera en evidencia, pero tampoco me sentía con ánimos de machacar, ni de poner en su sitio a aquel joven. Es cierto que había algo de altanería y de prepotencia en su forma de decir las cosas, pero yo no era Jacques. Lo de martirizar a los empleados era cosa suya, no mía. Yo no buscaba enseñarle quién mandaba, sino ver sus capacidades. Que cocinase lo que quisiera.
Curioseó la cámara de frío, eligiendo los ingredientes, que iba añadiendo en un bol de acero inoxidable, y le indiqué a Cris que ocupase la oficina, para irme informando si había novedades, mientras dejaba a Nur a su aire para no ponerle nervioso. De vez en cuando, me enviaba un mensaje para decirme que le veía completamente concentrado, limpiando los espárragos, fileteando un salmón y probando las elaboraciones de los cazos que tenía al fuego. Parecía sentada en una sala de cine, y relataba, con todo lujo de detalles, qué hacía Nur en cada momento. Le parecía seguro y ordenado, alguien con las ideas claras. Añadía alguna broma del tipo: “Jefa, menudo bombonazo te has perdido”, y esa clase de cosas. Nadie diría a juzgar por sus palabras, que estaba enamorada hasta las trancas de Laura, y llevaba seis meses intentando decírselo.
Pruebas como esta me hacían echar la vista atrás, para recordarme a mí misma veinte años antes, en la misma cocina. Verdaderamente no sabía si mi marido me había elegido como stagier para el restaurante por mi habilidad, o porque quería llevarme a la cama. Era trabajadora, por supuesto, pero los mejores estudiantes de la escuela se presentaron conmigo, y fueron rechazados por Jacques aquel día. Siempre que me venía esa idea a la cabeza intentaba apartarla, tal vez porque, de ser cierto, la historia del chef reconocido que se enamora de su aprendiza se desvanecería, pasando a ser casi un anuncio por palabras: “Cocinero follador busca jovencita fácil de dominar. Rebosantes de autoestima, abstenerse”.
Nur no levantó la vista, ni siquiera cuando por fin entré en la cocina, con el delantal manchado de chocolate, para reunirme con Cris. Sí lo hizo, sin embargo, cuando hubo terminado el plato, y fue únicamente para acercarse a la bodega, con todo el descaro del mundo, a seleccionar un Chardonnay en concreto, un Chablis. Cualquier otro le hubiera parado los pies, pero ¿no era esa la seguridad que se buscaba en un chef? Nur abrió el Chablis y sirvió tres dedos en una copa que situó sobre la mesa del pase, junto al plato. Recuerdo que repasé mentalmente las palabras que le diría después, mientras abandonaba el escritorio donde solía colocar el portátil, estudiándolas para infundir ánimo y perseverancia, incluso si no llegaba a gustarme su elaboración; y mantuve una sonrisa al acercarme, quizá excesivamente cordial.
Él estaba de pie al otro lado de la mesa, con los hombros relajados y las manos cruzadas detrás de la espalda, a modo de miembro de las fuerzas especiales, protegiendo el camino y la llegada del convoy. La mirada era de una seriedad absoluta, y emitió una respiración profunda justo antes de empezar la cata. Me miró como si ya supiera quién era yo, como si no hiciera falta que le dijese que habíamos hablado por teléfono, apenas una hora antes.
El salmón tenía un punto de cocción perfecto, estaba sonrosado y jugoso, marcado a la parrilla y cocinado a baja temperatura. Iba descubriendo sabores ocultos después del primer bocado, ralladura de lima, jengibre, menta… Lo acompañaban unos sencillos espárragos trigueros al punto, que mantenían su verde intenso, cocinados al vapor y soasados con mantequilla, sal y pimienta. Sencillos pero únicos. Hasta el momento, el muchacho había conseguido casi impresionarme, el plato no era elaborado, ni difícil, pero su propia sencillez demostraba conocimientos culinarios, y muchos. El punto del pescado, el corte del lomo, el cocinado con las hierbas y especias. Y luego aquellos espárragos al dente.
Sentí lástima, al ver que se había atrevido con una velouté para acompañar el pescado. Una velouté, la salsa básica de la cocina francesa, y al mismo tiempo la más complicada de elaborar. Era fácil fastidiarla si se apuraban los pasos, si no se le daba la consistencia que la caracterizaba. Pobre Nur, qué facilidad para complicar aquel momento había demostrado eligiendo esa salsa. Quería decírselo a viva voz y a la cara, pero me frené ante sus ojos tan cambiantes, que me hacían dudar de si pretendía fulminarme con ellos o simplemente mantenía la compostura como podía.
Era imposible que, en la escasa hora que había ocupado los fogones, cortando, fileteando, blanqueando, y asando, hubiera podido hacer bien una salsa que requiere treinta minutos de cocción exclusiva. Era necesario, además, un roux, una base de caldo de pollo, con la cual debía clarificar la salsa y que aportaba la mayor parte del sabor, y todo eso requería tiempo. ¿Estaba loco acaso? «Otro cocinero de ego enorme», pensé.
-¿Una velouté?
-Sí, señora.
-¿En sesenta minutos?
-Usted, pruébela ⎯añadió desafiante.
Me dije a mí misma que él solito se había puesto bajo los caballos, y que le estaría bien empleado un rechazo, especialmente por la altanería con la acababa de contestarme. Una velouté con tan poco tiempo, ¡menudo personaje! Tomé solamente un poco, hundiendo el tenedor en la mezcla cremosa ligeramente amarillenta, y me la llevé a los labios, con el convencimiento de que si tomaba más me sentaría mal. Aún hoy no soy capaz de describir las sensaciones que me atravesaron el cuerpo, cuando probé la salsa de Nur.
Primero el aroma, había usado un poco de azafrán y antes siquiera de sentirla en la lengua, ya te acariciaba la nariz. Era aterciopelada, cremosa, con el sabor más especial que había probado en mi vida. Sabía a risa, a tarde de lectura, a amanecer lluvioso y a sexo. Sentí cómo se me enrojecían las mejillas, cómo se me erizaba la piel de la nuca, y con ella los pezones. ¡Aquel tipo, había conseguido excitarme con una salsa! Volví a probarla, ahora sin miedo, y la sensación fue incluso más intensa y arrolladora. Tuve ganas de llevarme el plato a algún lugar apartado donde continuar la degustación a solas, y me sentí transparente, como si él supiera perfectamente el efecto que aquella maravilla causaba en mí. Ahora sonreía un poco y el fuego había llenado sus ojos.
-La velouté ⎯dije haciendo una pausa aún sin creérmelo⎯, está muy buena.
-No, muy buena no.
-Ah, ¿no?
-No, señora, esta perfecta.
-Tiene razón, está perfecta. Puede empezar mañana ⎯dije, al tiempo que le estrechaba la mano firmemente⎯, pero no es señora, es chef.
Bajó los ojos al instante reconociendo su error, y volvió a subirlos, justo como uno espera de un purasangre que cae a mitad de carrera, y resuelve levantarse de inmediato.
-Gracias por la oportunidad, chef.
Después hubo un silencio casi cortante. Sus ojos no perdían intensidad, sino que esta se incrementaba por momentos. Era un tío de los que te miraban de una forma tan penetrante, que te dejaban en la duda de si buscaban empotrarte contra la pared, o es que le has rayado el coche al aparcar. Le acompañé a la salida, y acordé con él el horario del día siguiente. Nos detuvimos a hablar en la puerta y aprecié que miró varias veces al cartel de la entrada, como si estuviese comprobando el nombre.
-Antes se llamaba de otra manera, el restaurante, digo.
-Lo conozco. Solo estuve dos veces, pero lo recuerdo bien. El restaurante de Jacques Foret.
-Así es.
-¿Trabajaba usted aquí? ⎯dijo entornando los ojos y clavándolos en los míos.
-Sí, soy Sol López. La mujer de Jacques.
Frunció el ceño casi completamente, y se detuvo para mirarme de arriba abajo con bastante descaro. Ya no parecía agradable ni cordial, sino totalmente confuso y algo malhumorado.
-Gracias por la prueba, pero no voy a aceptar el puesto. Siento las molestias ⎯dijo a punto de marcharse.
Me pareció que algo le había ofendido de repente, lo suficiente como para salir despavorido.
-No entiendo, pensaba que habíamos acordado lo contrario.
-He cambiado de opinión.
-¿Tan rápido?
-No sabía que este local seguía en manos de los Foret. Esperaba que no fuese así.
-¿Y, ya está? El restaurante es totalmente distinto, no hay ningún Foret al mando. No entiendo a qué se refiere.
-No esperaba encontrarte a ti.
-¿A mí? ¿Nos conocemos?
Negó con la cabeza.
-Esto no es Chez Foret, si es eso lo que le preocupa. Tenemos un equipo joven con muchas ganas de hacer las cosas de otra forma, y nos vendría muy bien su experiencia.
-A veces con tener ganas no basta, Sunny.
Dio media vuelta y se alejó sin dejarme responder, sin que pudiera explicar nada, o decir nada más. Por un momento dudé si Guil había olvidado mencionar, que Nur tenía un carácter peculiar, difícil de descifrar, y murmuré su nombre al pensar en ello. Tan pronto como salió de mi boca, el apelativo que utilizó al llamarme, resonó en mi cabeza como un eco. Me transportó muchos años atrás, y me di cuenta de quién era. Era Nur, ese Nur.
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Velouté es la obra más reciente de la escritora Annika Brunke. A continuación nos adelanta el primer capítulo de esta novela de ficción erótica que puedes encontrar en Amazon y en Mol Cafe, en Las Palmas de Gran Canaria.