En París, por ejemplo, o en Bruselas, o quizás en Basilea –¿por qué no?–, puede suceder esto.
Un señor Vittel, cincuentón, que ha escrito para todos los periódicos de la ciudad y que sabe que sus novelas han tenido un éxito local, diríamos reducido a los límites del barrio donde hace veinte años que vive, va a la tarde al café de su amigo, el conversador Armendie, que también hace veinte años, más o menos, que está en el barrio sirviendo cervezas a sus vecinos –en este caso preferimos decir vecinos y no clientes–. Llega y, sin decir sino el saludo, comienza a tomar un café que no ha pedido, al menos de palabra.
«sabe que sus novelas han tenido un éxito local, diríamos reducido a los límites del barrio»
Entonces el señor Vittel cambia, con el conversador Armendie, las mismas palabras sobre idénticos sucesos. Quizás una observación fuera de lo común, y eso es ya motivo de buen humor. Y luego, tomando la taza y llevándosela a una mesita cercana, lee por espacio de tres cuartos de hora la prensa de la tarde.
Después se despide, con un simplísimo gesto de mano, de su estimado Armendie, que lo mira, risueño, desde el vacío mostrador.
Y entonces tenemos que este señor Vittel asiste al crepúsculo en el parquecito de la barriada. Allí pone cara de soñador, y quizás sueña.
Más tarde da la vuelta por la calle de atrás del edificio donde vive, y trata de ver, con aire distraído, si aún está entre sus cosas la diligente señora Stéphany, esposa de su malquerido amigo Maurice Estéphany, que vende las mejores legumbres del barrio. Finalmente, inicia el ascenso a su piso, situado en la quinta planta del edificio más antiguo de su calle.
Y entonces, después de mirar largamente por la ventana los juegos geométricos de los tejados, lee el último capítulo de su última novela, corrige un acento, cambia un párrafo y, mientras todos en el edificio cenan, de un tiro se levanta la tapa de los sesos.
Casa, revista de la Casa de las Américas, Nº 8, Septiembre-Octubre, 1961, Cuba.
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Fotos: La Guía de París/El País