No puedo acordarme de todas las anécdotas, pues ha pasado mucho tiempo desde que estuvimos becadas aquellos tres años en la escuela en el campo o preuniversitario, o simplemente “el Pre”. El centro llevaba el nombre de un pedagogo ucraniano: Antón Makarenko y la arquitectura del edificio tenía, sin lugar a dudas, un toque soviético; era funcional, sin embargo nos parecía cuadrada y fea, muy al estilo “bolo” como solíamos llamar a los propios soviéticos.
«gracias a Nayra aquel exilio campestre era más llevadero»
Todas las mañanas, muy tempranito, los altavoces instalados en los albergues nos sobresaltaban con la grabación del canto de un gallo y acto seguido una voz que decía: “Bueno días, campesino. Este es tu programa”. Inmediatamente sonaba una canción guajira. Creo que, por ese motivo, los de mi generación odiábamos la música campesina, a pesar de los grandes valores de este género que triunfaban en la isla y en el mundo. Además del fastidio por tener que levantarnos a esas horas, aquellos rústicos altavoces provocaban un ruido espantoso que mancillaba el encanto de un programa de radio hecho para la gente del campo.
Gracias a Nayra extrañábamos menos a nuestras familias y aquel “exilio campestre” era más llevadero. Además de divertirnos con sus ocurrencias, un día nos libró del sobresalto de la música guajira, poniendo melodías de moda en una grabadora de bafles potentes que algún familiar le había traído desde los Estados Unidos. Así nos familiarizamos con canciones de la película Flash Dance o del dúo inglés Wham.
Su gusto por la música en inglés no impedía que Nayra adorara a José Martí. Era capaz de pelearse con cualquiera que hablara mal del Maestro. Una tarde mientras descansábamos, alguien se dispuso a molestarla diciéndole que Martí era un borrachito, que por eso le decían Pepe Botella. Dejó lo que estaba haciendo y, roja como un tomate saltó de la cama, se enfrentó a quien osaba deshonrar al poeta y lo defendió con vehemencia.
Un día supe que Nayra se marchaba para Miami. Como tantos otros amigos, puso proa al Norte y se convirtió en apátrida o “gusana”, esta última palabreja formaba parte de la nomenclatura oficial y etiquetaba a los que no estaban de acuerdo con la ideología del gobierno y emigraban a Estados Unidos. Corrían los años 80 y los prejuicios y estereotipos marcaban nuestras vidas. Cuando me disponía a visitarla para despedirme, alguien me comentó que eso no me convenía. Las malas lenguas de aquel pueblo pequeño decían que la chica, era “rarita”; además de abandonar el país, aseguraban que era lesbiana.
¡De ninguna manera mi amiga se iba a quedar sin mi abrazo como sin su patria! Se llevó mis “lagrimitas” prendidas en su camisa y la isla entre sus pertenencias: sobre todo, nuestro pueblo de tierra roja, con sus costas al mar Caribe y sus casas de madera desgastadas por el salitre y la desidia; tampoco olvidó empacar los libros de Martí y los recuerdos del Pre. Ese día le regalé mis discos de Serrat. No me importó perderlos. Era más duro verla partir y a eso tendría que acostumbrarme.
«corrían los años 80 y los prejuicios y estereotipos marcaban nuestras vidas»
El destino o la vida nos llevaron por distintos derroteros. Yo también zarpé un día rumbo al norte y anclé cerca del círculo polar ártico. Le había perdido la pista a Nayra. También había empacado cuidadosamente todos mis recuerdos, así que ella me acompañó en mi travesía. Hace más de diez años dejé atrás ese punto cardinal y me establecí en un archipiélago, más cerca del trópico, en una isla volcánica donde el mar es más cálido, se habla mi idioma y la gran mayoría de sus pobladores tiene un abuelo o un tío que emigró a Cuba, en muchos casos para echar raíces allí.
Las crónicas de Nayra
Estudiosos de la cultura canaria afirman que el nombre Nayra tiene sus orígenes en los aborígenes que habitaron las Islas en el siglo XV. No puedo evitar una sonrisa, entre pícara y nostálgica, cada vez que lo escucho. Hace unos pocos años le contaba a mi hijo anécdotas del Pre y juntos nos reíamos del famoso: “¡Estoy cagando!”. No pasaron ni quince días cuando sonó mi teléfono móvil: era una llamada desde Miami. Una chica desconocida me saludó y me dijo que quería darle una sorpresa a una amiga.
“Es alguien de tu pueblo que conoces, pero tienes que esperarte un momento, el problema es que está cagando”, me dijo en un tono bajo y cómplice. ¡Nayra!, grité con la misma alegría de los viejos tiempos. Y, sí, era ella. Su pareja en ese momento me localizó y nos hizo ese regalo y ahí estábamos, como dos adolescentes emocionadas, charlando sobre la familia, el pueblo, Martí, la subdirectora Esperanza, anécdotas del Pre… ¿Se había puesto de manifiesto lo que algunos llaman ley de la atracción? ¿La magia de una isla canaria traía de vuelta a mi amiga de nombre isleño? No lo sé. De lo que sí estoy segura es de que ese hilo invisible que une a los buenos amigos sobrevive intacto a pesar de los años y la distancia.
Si quieres leer la primera parte de esta crónica, pincha en el enlace: https://www.landbactual.com/las-cronicas-de-nayra-primera-parte/
Fotos: CubaEncuentro, TodoCuba, 14ymedio
Me llamo Belkys Rodríguez Blanco. Sí, un nombre muy parecido al de la reina de Saba, pero soy periodista. Me gradué en la Universidad de La Habana, en la era de la máquina de escribir alemana. Como el sentido común manda, me he reinventado en este fascinante mundo digital.
Escribo desde los once años y ahora soy una cuentacuentos que a veces se dedica al periodismo y, otras, a la literatura. Nací en Cuba, luego emigré a Islandia y ahora vivo en Gran Canaria. Estoy casada con un andaluz y tengo un hijo cubano-islandés. Me encantan los animales, la naturaleza y viajar. En resumen, soy una trotamundos que va contando historias entre islas.