Por: Belkys Rodríguez
Cuando me dijo su nombre me pareció raro, pero no dejaba de tener un toque de originalidad. Tuvieron que pasar más de veinte años para que descubriera su origen. Era una adolescente peculiar: pelo claro, corto y rizado, baja de estatura, ademanes de chico, hiperactiva, sonrisa sincera, simpática; siempre con una ocurrencia a punto para alegrarnos el día: “Si lloras, te chupo las lagrimitas”, me dijo imitando la voz de una cría. Yo lloraba a mares, sentada en la litera del albergue. Inmediatamente me enjugué las lágrimas y sonreí.
«éramos unos adolescentes de apenas quince años, arrancados del seno familiar»
Eran los años ochenta y estábamos en un colegio interno, al sur de la provincia La Habana cursando el bachillerato. El gobierno nos daba estudios gratis, a cambio teníamos que trabajar la tierra y cumplir a rajatabla con la política del centro y del país. Hablo de las escuelas en el campo: un experimento puesto en práctica en la Cuba socialista para combinar el estudio con el trabajo, eliminar las diferencias entre el campo y la ciudad y moldear al hombre nuevo.
No recuerdo si lloraba por verme envuelta en semejante ensayo, un amor no correspondido, o si era porque echaba de menos el calor del hogar: la comida de la abuela, mi cama, mi privacidad, el buró donde solía escribir, las novelas en la radio después del almuerzo, las conversaciones con mi madre, el barrio. Éramos unos adolescentes de apenas quince años, arrancados del seno familiar y trasladados a un centro escolar construido en plena campiña habanera.
Las crónicas de Nayra
Mi madre, profesora de la Facultad Obrero-Campesina del pueblo, me decía que podía dejar la escuela y cursar allí los estudios de bachillerato; pero yo quería estudiar una carrera universitaria y la única manera de conseguirlo era aguantando, tragándome las lágrimas y haciendo la maleta todos los domingos por la tarde. No había que darle muchas vueltas al asunto. Sencillamente me subía resignada a la guagua escolar junto al resto de mis compañeros y me iba a un sitio en el campo donde, como reza el viejo refrán: “el diablo dio las tres voces y nadie lo escuchó”.
Poco a poco se me fue haciendo un callo en los lagrimales y comencé a digerir mi condición de becada. En honor a la verdad, no la pasábamos tan mal: allí aprendí a bailar, me enamoré por primera vez y compartí nostalgias y techo con mis antiguos compañeros de la escuela primaria y secundaria. Mi amiga Nayra se encargaba de poner la música, de darnos ánimo, de tener siempre una ocurrencia o una travesura a mano para hacernos olvidar el destierro. Era una transgresora nata y por eso recibía una lluvia de reprimendas, tanto de los profesores, como de los directivos del centro. Se burlaba siempre de la subdirectora, una negra enorme como un iceberg de alquitrán; buena gente, pero muy estricta y sarcástica. Todos temblábamos al verla venir, menos Nayra.
«era una transgresora nata y por eso recibía una lluvia de reprimendas»
Para las niñas que sufríamos alguna enfermedad que nos impedía trabajar en el campo, la dirección del colegio habilitó un albergue aparte. Yo padecía de asma y Nayra tenía un problema en el corazón. Éramos las muchachas del “autoservicio”, un pequeño ejército de “chicas defectuosas” que nos encargábamos de la limpieza de la escuela y de ayudar en las labores del comedor. Cuando caía un aguacero tropical durante la tarde, los largos pasillos del centro se inundaban, entonces el profesor jefe del autoservicio nos iba a buscar, siempre en horario nocturno, para que limpiáramos los corredores centrales y los del área docente. Debían quedar impecables para la jornada siguiente. No valían las excusas de que estuviéramos cansadas, o de que necesitáramos estudiar para un examen. Había que cumplir sin rechistar con esa fastidiosa tarea.
El albergue era pequeño: tenía un recibidor, los baños y las duchas en el ala derecha, y el dormitorio colectivo con las literas del lado izquierdo. Un día, mientras descansábamos después de las clases, escuchamos unos pasos fuertes que hacían temblar el suelo y la voz inconfundible de la subdirectora llamando a Nayra. Ella estaba en el baño haciendo sus necesidades fisiológicas y cada vez que Esperanza la nombraba, ella respondía con un sonoro: “¡Estoy cagando!”. Dentro del albergue, nos reíamos bajito e intuíamos la reacción de Esperanza y el castigo que vendría después por burlarse de la temible subdirectora. La frase quedó grabada a fuego en nuestras memorias y hoy, después de tantos años, me río a carcajadas recordando el suceso.
Una crónica sobre las escuelas en el campo tiene mucha tela por donde cortar. Les contaré el final de esta en la próxima edición…
Esta semana tratamos en tema de los estereotipos, pincha en el siguiente enlace para leer otros artículos: https://www.landbactual.com/desde-su-vientre-hasta-la-tierra/
Fotos: CiberCuba, Regresión Cubana, Cuba Encuentro
Me llamo Belkys Rodríguez Blanco. Sí, un nombre muy parecido al de la reina de Saba, pero soy periodista. Me gradué en la Universidad de La Habana, en la era de la máquina de escribir alemana. Como el sentido común manda, me he reinventado en este fascinante mundo digital.
Escribo desde los once años y ahora soy una cuentacuentos que a veces se dedica al periodismo y, otras, a la literatura. Nací en Cuba, luego emigré a Islandia y ahora vivo en Gran Canaria. Estoy casada con un andaluz y tengo un hijo cubano-islandés. Me encantan los animales, la naturaleza y viajar. En resumen, soy una trotamundos que va contando historias entre islas.
[…] Si quieres leer la primera parte de esta crónica, pincha en el enlace: https://www.landbactual.com/las-cronicas-de-nayra-primera-parte/ […]