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sábado, 23 noviembre 2024

Cuestión de suerte

Para Cristina la bizca, la vida siempre había sido lo más parecido a un gran saco de mierda. Desde que tuvo uso de razón, no había logrado recordar un solo momento en el que la suerte le fuera un punto a su favor. Y no es que hubiera sido la típica niña de barrio marginal y de familia desestructurada. Más bien todo lo contrario: hija deseada de un padre dueño de una pequeña empresa constructora y una madre atenta y siempre dispuesta a salvarla. Porque a Cristina había que salvarla. Eso lo supo bien pronto su madre, desde la vez que comenzó a correr con la patineta en un parque en obras y fue directamente a caer sobre unas vigas de cimentación sin señalizar. Ella perdió el ojo y su madre las ganas de vivir. La indemnización municipal se destinó a sufragar el coste de las operaciones para recuperar el ojo, sin éxito. Lo del apodo le vino en el instituto cuando los compañeros se la rifaban a ver quién tenía los escrúpulos suficientes para tirarse a una bizca.

Al dueño de la tienda de móviles le llamó la atención aquella chica cabizbaja que cruzaba una y otra vez por delante del negocio. Enfundada en un pantalón vaquero desgastado y una chaqueta de invierno con gorra, no lograba verle la cara. Hacía unos días que rondaba por la zona. Tal vez fuera una nueva vecina, alguien venido de otro barrio o de otra ciudad. Pero el dueño de la tienda de móviles era un tipo desconfiado. No por sí mismo, insistía, sino por los continuos robos a los que eran sometidos el tipo de comercio que regentaba.

Los móviles son aparatos que se venden muy bien en el mercado negro; son fáciles de colocar, pasan de mano en mano con mucha facilidad, por eso los nuevos dispositivos ya vienen con localizadores de serie, para evitar los robos, argumentaba. Aunque eso no había impedido que ya le hubieran atracado varias veces. Por eso, guardaba un machete escondido bajo el mostrador, por si acaso. Los por si acaso en su profesión eran más frecuentes de los que le hubiera gustado. 

Frente al espejo, Ernesto volvió a acariciarse la cicatriz de la cara. Su viejo se la había dejado de recuerdo la última tarde que llegó borracho y se enfrascó en una nueva pelea con su madre. Ernesto no pudo más y se metió en medio. Se llevó unas cuantas hostias y el golpe con el jarrón de cristal en la cara. El padre dio con sus huesos en la trena donde terminó pinchado por su compañero de celda y él se acostumbró a que las pibas le miraran con curiosidad la cicatriz en el instituto. Todas, menos Cristina la bizca. Era lo más parecido a una sombra para todos. Para todos menos para él. 

Cristina volvió a pasar por delante de la tienda. No tenía muy claro si quería hacer aquello o no. Llevaba varios días cogiendo el metro para trasladarse hasta el barrio. Lo había elegido a propósito lo más alejado del suyo, para asegurarse de que nadie la reconociera. Además, la tienda tenía que estar cerca de la boca del metro y de un parque. Había leído muchas novelas policíacas, sabía que tenía que prepararse un plan de fuga lo mejor estructurado posible. 

El dueño de la tienda atendía a un cliente y no se percató cuando la chica se paró a observar el escaparate. Llevaba gafas oscuras. Debajo de la gorra de la chaqueta no podía observar ningún detalle más de la cara.

Cuestión de surte, Imagen: Telemadrid

Ernesto la reconoció enseguida. ¿Qué estaría haciendo ella allí, tan lejos de su barrio? ¡Y vaya pinta que tenía! Hacía años que no la veía, pero reconocería esa forma de andar donde fuera. Aparcó la moto con la que trabajaba en una empresa de mensajería y cogió el paquete. 

La bizca tomó aire, sacó el cúter del bolsillo de la chaqueta y lo ocultó en la mano. Empujó la puerta de la tienda de móviles y entró. Estaba tan nerviosa que no se dio cuenta que detrás de ella entraba un repartidor. Se quedó a la espera de que el dueño terminara con el cliente. No quería causar daño a nadie. No más del necesario. 

El dueño era un tipo con experiencia, por eso intuyó que aquella chica no llevaba buenas intenciones. Así que sus manos buscaron a tientas el machete bajo el tablero del mostrador sin dejar de explicarle a su cliente las nuevas prestaciones del último iPhone

El repartidor se fijó en la mano de la bizca. No hacía falta ser un genio para saber cuáles eran sus intenciones. Se acercó a ella con prudencia. «¡Hola, Cristina! ¡Cuánto tiempo!«, le dijo. 

La chica le miró sin entender y entonces, lo reconoció: el tipo de la cicatriz en la cara del instituto. Con un suave movimiento, volvió a guardar el cúter en el bolsillo. 

El dueño de la tienda los miró con atención a ambos antes de estirar el brazo para coger el paquete que le entregaba el repartidor desde el otro lado del mostrador. «Firmo aquí, ¿verdad?», preguntó. 

Detrás de las gafas negras, Cristina miró a Ernesto casi con gratitud. Salvada por la campana. 

«¿Tienes prisa? ¿Un café?», le dijo el repartidor a la bizca. Ella asintió, tímida. Él sonrió y la sujetó del brazo para encaminarla hacia el exterior de la tienda. 

El dueño de la tienda de móviles se relajó mientras lanzaba un ‘gracias’ al aire. A través del cristal del escaparate observaba cómo ambos se dirigían hacia la terraza de la cafetería de al lado. 

Frente al café, Cristina pensó que, por una vez, había tenido algo de suerte. Ernesto decidió que le daba igual el por qué Cristina iba a hacer lo que iba a hacer. El dueño de la tienda pensó que ya era hora de ir planteándose la jubilación. 

Ninguno dijo nada aunque todos sabían lo que pudo haber pasado y no pasó. Cuestión de suerte, se dijeron. 

Josefa Molina Rodríguez
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