El viejo barco roza levemente las aguas soñolientas. Navega con parsimonia porque le pesan los años y las mataduras. El sol desciende aliviado después de un largo día. Cientos de gaviotas revolotean disputándose los restos de una escasa captura. Los peces agonizan sobre la cubierta, atrapados en una red descolorida y mugrienta, los ojos desorbitados, como quien sabe que se le ha terminado la cuota de oxígeno. Entretanto, las pupilas cansadas de Pedro, el capitán, otean el horizonte intentando encontrar una respuesta a tanto abandono.
Ya no le importa la agonía de los peces. El corazón se le ha puesto duro como la madera del mástil. Tantas travesías, cientos de tormentas abriendo sus fauces y queriendo tragarse el pesquero heredado de sus tíos. La madera se queja, se tuerce, pero aguanta estoica. Cuando se hizo por primera vez a la mar tenía apenas catorce años. Ahora con casi cincuenta tiene el pellejo curtido y las manos ásperas. Hace unos meses su mujer recogió todas sus cosas y se marchó de casa. Se cansó de su mal carácter, de las borracheras en el bar de Antonio, los celos, los arranques de ira dejando una estela de platos y vasos rotos y unos cuantos moratones en su frágil anatomía.
«Ya no le importa la agonía de los peces»
Pedro cierra los ojos y siente cada golpe en su propia piel. Su padre también era un borracho y tenía la mano suelta. Cuando la madre murió de un ataque al corazón, el informe de la autopsia hablaba de múltiples fracturas mal curadas. Una semana antes había planeado con su hermano menor deshacerse del hijo de puta. Aquella noche cuando Pedro iba a poner el raticida en la botella de ron, Pablo se echó a llorar y dijo que los descubrirían e irían a la cárcel.
La misma tarde que enterraron a la madre, el padre regresó del bar cerca de las once de la noche. Tenía los ojos enrojecidos y una expresión satánica en el rostro. Mientras lanzaba improperios y destrozaba a patadas todo lo que se interponía en su camino se iba quitando el cinturón. Pedro sintió el golpe de la hebilla en su cara y cayó al suelo. Pablo lloraba e imploraba misericordia. La hermana de trece años se encerró en su habitación. De una patada el padre hizo saltar la enclenque cerradura. Se agarró del marco y volvió el rostro descompuesto para gritarle a los chiquillos que se largaran de casa. Los dos salieron disparados, uno con la mejilla sangrando abundantemente y el otro apestando a orines.
Casi todas las noches Pedro sueña con los gritos de su hermana implorando que la deje en paz. Pablo, agarrado fuertemente a su brazo sollozando, le dice que tienen que marcharse lejos. Él no quiere dejar a su hermana a merced del hijo de perra. Sueña también con la casa de acogida cuando el padre perdió la custodia de sus tres hijos. Fue un gran alivio, aunque la vida que les esperaba no era como para dar saltos de alegría. La niña tuvo más suerte. Unos tíos maternos se hicieron cargo de ella. La veían solo en Navidades cuando, por caridad, sus tíos los recogían en el orfanato para compartir con ellos la cena de Nochebuena.
Ninguno de los dos creía en Papá Noel ni en los Reyes Magos. Todos se habían olvidado de ellos, hasta Dios. Pedro era un chico fuerte y con mal carácter, por eso salía siempre en defensa de su hermano menor. Pablo era débil, enfermizo y le temía a todo. Sufría de unas terribles pesadillas y sus sábanas amanecían siempre mojadas. Más de una vez Pedro era castigado por pegarle a algún chico que se había burlado o golpeado a su hermano. Cansado de todo, cuando cumplió los catorce años se fugó del orfanato.
Los cuatro compañeros de Pedro desembarcan la captura en el muelle. Las gaviotas más atrevidas se acercan para garantizar el almuerzo. El negro senegalés las espanta agitando los brazos y gritándoles palabrotas en su idioma. Después de sacarles las tripas a los peces, los tripulantes de La Tormenta van acomodándolos en unas cajas con hielo. El camión que las recogerá está a punto de llegar. “Vente al bar con nosotros, Pedro. No hay mucho que celebrar, pero da igual”. El irlandés intenta convencer a su capitán, pero es inútil. Pedro sube en silencio a cubierta, suelta amarras y enciende el motor. Desconcertados, sus compañeros se encogen de hombros y se alejan sin decir nada. De cierta manera se han habituado a los cambios de humor del jefe.
La Tormenta vuelve a alejarse del puerto. Los nubarrones grises han comenzado a cubrir el cielo otoñal. En la radio local se escucha una canción monótona. De repente, el aparato se queda en silencio y al cabo de unos segundos la voz nasal del locutor anuncia que la oficina de meteorología ha enviado un aviso importante de borrasca. Recomienda a todos los barcos que todavía se encuentran faenando que regresen a puerto. Pedro apaga la radio de un manotazo y saca la botella de ron que lleva siempre escondida en la bodega. Bebe un largo trago y luego otea el horizonte. El viento huracanado zarandea la embarcación. Los relámpagos alumbran el rostro barbudo y descompuesto del capitán. Toda la lluvia acumulada durante el verano se desploma sobre el mar.
“Esta es de la grandes”, piensa mientras empina nuevamente la botella. Vuelve a escuchar los gritos de su hermana. Pobrecita, que mala suerte tuvo. Con diez años ya tenía cuerpo de mujer. La tía que la acogió la echó de casa al enterarse de que estaba preñada. La gente del pueblo murmuraba que el tío se metía en la cama de la adolescente cuando su mujer se iba a la fábrica. Dicen que se fue al sur. Lo cierto es que Pedro nunca mas volvió a tener noticias de ella. Pablo se quedó en el orfanato hasta que cumplió los diecisiete. Luego se marchó a la capital. Lo vio una vez, flaco y harapiento, con la mirada extraviada, pidiendo limosna en el Parque Central. Se acercó, le puso un billete de cincuenta en la mano y se alejó sin decir una palabra.
«La Tormenta vuelve a alejarse del puerto»
Otro relámpago le devuelve una caricia de su madre cuando tenía apenas cinco años. El único gesto de cariño que recuerda. La pobre trabajaba de sol a sol atendiendo la casa, a los tres hijos y lavando y planchando ropa ajena para ganar algún dinero. Los fines de semana se iba a limpiar el caserón de las hermanas solteronas. Lo que realmente la llevó a la tumba fueron las palizas. Era una mujer pequeña y enjuta. Tenía el corazón y los pulmones débiles. Pedro apura el último trago, escupe en el suelo y maldice a su padre. El motor del barco deja de rugir. “Maldito seas, desgraciado, hijo de puta. Por eso volví aquella noche, para llevarme a mi hermana y cambiarte la botella. Bebías cualquier cosa, por eso ahora te estás pudriendo en el infierno. Espero no encontrarme allí contigo porque te juro que volveré a matarte, cabrón”.
Un violento choque hace saltar los cristales de la cabina. El capitán cae de bruces y la sangre de su rostro se mezcla con el agua salobre que ha comenzado a inundar el suelo de madera. El Bajo de la Muerte, el endiablado arrecife. “Tantos años navegando y olvidé que estaba aquí”. “Eres un vago y un mataperros, Pedro. Por eso que te alimente tu madre. Yo no trabajo más para mantener mocosos malagradecidos”. El niño retrocede, se lleva una mano a la mejilla y palpa la carne abierta. El padre se tambalea mientras acaricia el cinturón de cuero. El reflejo de la hebilla de plata deslumbra a Pedro. Instintivamente cierra los ojos y deja que el agua vaya limpiando la sangre y calmando el dolor. El hombre cae al suelo de rodillas, maldiciendo y apretándose el estómago con ambas manos. La madre se acerca y lo mira con desprecio. Tiene un enorme moratón alrededor del ojo izquierdo. Aparta la mirada y se dirige hacia su hijo. “Ya no volverá a maltratarnos. Has hecho lo correcto, Pedrito”. El niño abre los ojos y corre a refugiarse en los brazos de su madre. Mientras tanto, el oscuro océano va engullendo los últimos restos del naufragio.
Foto: Licencia gratis Pixabay
L&B Actual sobre violencia de género:
Violencia psicológica: crónica de un maltrato silencioso
Marina Marroquí: «Se pueden superar las secuelas de la violencia de género»
Me llamo Belkys Rodríguez Blanco. Sí, un nombre muy parecido al de la reina de Saba, pero soy periodista. Me gradué en la Universidad de La Habana, en la era de la máquina de escribir alemana. Como el sentido común manda, me he reinventado en este fascinante mundo digital.
Escribo desde los once años y ahora soy una cuentacuentos que a veces se dedica al periodismo y, otras, a la literatura. Nací en Cuba, luego emigré a Islandia y ahora vivo en Gran Canaria. Estoy casada con un andaluz y tengo un hijo cubano-islandés. Me encantan los animales, la naturaleza y viajar. En resumen, soy una trotamundos que va contando historias entre islas.