Pequeño gorrión. Así llamaban a Edith Piaf en el mundo de la farándula por su aspecto. La veo detrás de un micrófono, frente a las cortinas rojas y las luces de colores. Haciendo lo que tenía que hacer. Porque la música corría por sus cuerdas vocales pero también por sus venas y por su alma.
Escucho su Hymne à l’amour, su La Vie en Rose y esas erres que recuerdan al ronroneo de un gato y que me llevan hasta hasta algún cabaret parisino. Al blanco y negro, a los vestidos de noche, a las cejas finas y a rostros de porcelana.
Entonces no puedo evitar pensar en la leyenda que rodea a Edith Giovanna Gassion. La imagino en la calle, acabada de salir del vientre de su ebria madre. Abriendo mucho los ojos y guardando ese momento en sus llantos cargados de dolor y tristeza. Siento cómo empieza a perder la vista por una enfermedad y la veo en la cocina de aquel burdel donde su abuela cocinaba sin descanso, empapándose de arte y de mala vida. Bebiendo leche mezclada con alcohol. Escapando de todo aquel que quería exprimir hasta el último de sus suspiros.
La veo en las calles de París, cantando con un porte fuerte y sereno, mientras desprende vaho con olor a alcohol. Sin violines, sin pianos, sin aplausos.
La veo con su hija entre los brazos. Y vuelvo a escuchar su desgarradora voz dos años más tarde cuando deja de ser madre tras la trágica muerte de su hija. Piaf vuelve a los cafés que nadie recomienda visitar. Y los ronroneos de la pequeña gorrión se van volviendo más fuertes hasta que, en alguna fría calle del París de finales de los años 30, alguien se para a escucharla.
Así es como, cuentan, consiguió entrar en el cabaret Gerny’s de la mano de Lepleé, su benefactor. Pero la suerte vuelve a separarse irremediablemente de ella, cuando Lepleé aparece muerto. Perseguida por los medios de comunicación y por la sociedad, sospechosa de un asesinato, Edith continúa actuando en los peores tugurios de la ciudad de la Torre Eiffel y del amor.
La señora Piaf, cual ave fénix, resurge de sus cenizas tras la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndose en musa de grandes intelectuales existencialistas de los años cincuenta. El existencialismo de Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, el de la responsabilidad del ser humano de sus propios actos, el existencialismo que se respiraba en sus canciones. Edith Piaf conmovía a los espectadores con sus canciones y con su voz desgarradora. Conmovía por la historia de su vida que pasó a ser leyenda, por su amor a la música. Y se hizo justicia. Por fin recibiría los aplausos que se merecía en los más grandes escenarios de Europa y América.
Enferma, alcohólica, adicta a los tranquilizantes… Yo me quedo con la fortaleza que la caracterizó. Una mujer capaz de seguir adelante con sus ganas de vivir y su chorro de voz; con el pequeño gorrión que parecía bajo el que aguardaba un águila real. La que no se rindió, pasara lo que pasase, hasta que en abril de 1963 un cáncer hepático le quitó la vida corpórea. Una enfermedad que no conseguiría quitarle su historia, la de aquella mujer de ojos grandes y cejas finas que vestía siempre de luto. La de aquella mujer que, tras 48 años de existencia, dejaría una huella que la convertiría en inmortal.
Fotos: Yaiza Mederos
Me llamo Yaiza Mederos Norro y nací en Gran Canaria en 1982, tierra donde me he criado. Aunque sé que soy de aquí y de ninguna parte, me siento isleña de corazón, quizás por eso cuando estoy lejos del mar parece que me falta algo. Las mujeres de mi familia, por las que siento un profundo respeto, han sido mi referente en la vida. He margullado toda mi vida entre palabras e imágenes, mis dos grandes pasiones. Llevo casi diez años trabajando como periodista y reportera gráfica en medios de comunicación y en agencias de publicidad. Me encanta la Naturaleza, escribir y viajar. Creo firmemente que la educación, la autocrítica y el amor son aspectos fundamentales para transformar el mundo en algo mejor.