Pablo echó la cabeza hacia atrás en un último intento de encontrar sus ojos y frenar el golpe seco, con la punta del sacho que blandía frente a él. En el suelo, completamente a su merced, solo acertaba a percibir el olor a tierra mojada y a leña quemándose a lo lejos, que le impregnaban el alma mientras sentía derramarse los últimos minutos de vida que le quedaban por vivir.
Apenas sin inmutarse le cubrió la cara con un saco vacío y raído de papas, y Pablo ya no pudo ver más a través de la arpillera que descargaba tierrilla antigua de a poco sobre sus ojos. Hablaba muy bajito, como cuando uno se contraría por algo que no ha hecho bien y refunfuña con uno mismo. La campana pronto tañería misa de ocho y quizá alguien pasase rumbo a la villa y le viera arrastrando el cuerpo. Quizá alguien pasase, quizá alguien, quizá.
«No esperaba que aquel domingo se tornase tan negro cuando despertó antes del alba»
No esperaba que aquel domingo se tornase tan negro cuando despertó antes del alba. Con la ilusión de todas las primeras veces metió cuatro trapos en una maleta pequeña y se escabulló casi sin pensar. Se detuvo únicamente en la entrada, al dar la vuelta y contemplar la fuente del patio adoquinado en el que tantas veces había jugado de chico.
«Cuánto les echaré de menos», pensó mientras cruzaba el umbral.
Pero ahora, mientras su cuerpo formaba un surco tambaleante a través de la tierra, ahora, mientras sentía que de esta, sí, definitivamente de esta ya no saldría, se daba cuenta de que por la única persona que le entristecía morir era por ella.
No era la muchacha más guapa que había visto en su vida, pero sí la más interesante. Solo escuchar su risa estruendosa hacía que cualquiera echase la vista atrás para conocer a la dueña de tan sonora carcajada, y él no era menos que nadie. Había regresado de la capital hacía apenas unas semanas, y antes de la capital, de la Península que, para cualquiera de la villa, era prácticamente como llegar del extranjero. Volver a los olores de su infancia, a los sonidos de la calle Real de la Plaza, a su empedrado y la patrona imponente, omnipresente en cada rincón le hacían sonreír, ya desde el coche que le llevaba de vuelta a Teror desde Canalejas.
Había pasado un tiempo tras su regreso con su abuela materna, pero, aburrido como estaba de las cenas de postín y los intentos de esta de emparejarle con señoritas de posición, organizando meriendas casi a diario, regresaba con añoranza a su campo, al olor a fuego al crepitar y especialmente a compañías menos frívolas.
El recibimiento había sido casi cálido y su padre le había estrechado la mano firmemente, pero con la sombra de la reprobación. No era en absoluto partidario de su vuelta, y le había disuadido de maneras numerosas e insistentes pero carentes de argumento de peso. La verdad simple y llana era que no le quería allí. Lo cual no era de extrañar considerando el pasado de Pablo, sus escarceos amorosos por toda la localidad y especialmente el hecho absoluto que planeaba sobre ambos desde hacía muchos años: se sentía avergonzado de él…
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Fotos: Cortesía de Annika Brunke