Abrió los ojos abrazada a la almohada. “¿Qué hora es?”. Las 6.45, le respondió el reloj. Volvió a cerrarlos y se recostó en la cama, amagando una suerte de revolución: hoy se iba a levantar a la hora que le diera la gana. Nada más lejos de la realidad. Ella era de las aplicadas, pocas veces en su vida había liderado una revuelta. Tenía trabajo por hacer, especialmente sobrevivir. Se llevó las manos a la cabeza y se atusó el pelo. Se incorporó y metió los pies en las zapatillas de cuadros de su exmarido. No las conservaba por nostalgia, no, solo por practicidad. “¿Por qué voy a comprarme unas nuevas si ya tengo estas?”, solía justificarse ante las atónitas miradas de sus amigas.
«dejarse los pelos, no nos engañemos, no es una opción, para las mujeres no»
Al emprender el rumbo al baño, se vio de refilón en el espejo, puso cara de terror y aceleró el paso. No quería verse, hacía tanto que no se sentía guapa… Pero la realidad es que su reflejo volvía a esperarla en el aseo. Había optado por rehuirle: se lavaba la cara sin mirarse, con la cabeza agachada, se cepillaba los dientes de espalda a ese maldito artilugio en el que, aseguran, aparece el diablo tras pronunciar su nombre, no sé cuántas veces, en voz alta.
Luego volvió a lo de siempre. Maldijo a la sociedad, a los cánones de belleza establecidos, al peso de lo estético frente a lo ético, a las empresas cosméticas. “Si la gente se quisiera un poquito más, se aceptara tal y como es, ¡cuántos trabajos se irían al traste!”, clamaba en bata, dando vueltas por el pasillo. “Y tú tienes mucha culpa, sí, no te escondas”, dijo en cólera señalando al televisor. “Tú y todos esos anuncios, que son una auténtica tortura para la autoestima de las jovencitas. Porque no, nuestras pestañas, tal y como son, no son suficientes, deben ser más densas, más alargadas, más, más, más. ¡Deben propiciarnos una mirada felina! ¡Por el amor de Dios, que somos seres humanos! ¿Y qué me dices del veto a las imperfecciones?, este no es planeta para granitos y rojeces. ¿Y de la imposición de la depilación? Porque dejarse los pelos, no nos engañemos, no es una opción, para las mujeres no y, menos, para las de mi generación. No es de señoritas aseadas, ¡válgame el Señor! ¿Pero quién cojones determinó que las ojeras son feas? ¿Que las miradas cansadas envejecen? ¿No hemos venido aquí precisamente para eso, para marchitarnos? ¿Por qué camuflar la huella del paso del tiempo? ¿Por qué negar que hemos vivido? ¿Por qué insistimos en ser antinaturales con lo natural?”.
Entonces, se hizo el silencio. Se quedó quieta en medio del salón, dejándose acariciar por la brisa que entraba por la ventana. Decidida, se dirigió al baño, se soltó el pelo y se peinó con la raya a un lado, dejando ver las canas que le crecían en la sien. Sonrió, por primera vez en mucho tiempo, a la mujer del espejo. Se enfundó una falda y le dijo a sus ojeras: “¿Preparadas?, hoy se presentarán ante el mundo”. Volvió a sonreír. Y así, la mujer aplicada, entró cinco minutos tarde al trabajo. Tenía excusa: estaba poniendo en marcha su particular revolución.
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Fotos: Telemundo/El Periódico