Cuando terminé de contarles la primera parte de este relato, estuve tres días en cama con jaqueca y retortijones de estómago. Aunque le recordé que los fantasmas no tenemos olfato, mi compañero de habitáculo me juró que no había podido pegar ojo por culpa de los ruidos de mis tripas y los malos olores. Es un quejica y un exagerado. Tampoco fue para tanto. En fin, no quiero irme por las ramas pues prometí contarles el resto de la historia de ese pobre hombre que tenía la tristeza enquistada en el cuerpo…
«Sobre un gran charco de agua yacía el cadáver de un hombre de mediana edad»
Aquella vecina del primero, al ver las vísceras esparcidas por el suelo, comenzó a gritar como una posesa. Alarmado, su marido corrió hacia el salón en pelotas pues acababa de ducharse y, al contemplar la escena, estuvo a punto de sufrir un infarto. Yo no me creo semejante trola, pero cuentan las chismosas del barrio que fue el perro el que marcó el 112 y alertó con sus ladridos a los servicios de emergencia.
Lo cierto es que, una hora más tarde, un inspector de policía, el médico forense y un fotógrafo de la comisaría observaban estupefactos aquel espectáculo inusual en el salón del vecino del segundo. Sobre un gran charco de agua yacía el cadáver de un hombre de mediana edad. “Posición de decúbito prono, los brazos cruzados sobre el pecho, vestido con prendas femeninas, descalzo, no hay presencia de sangre”, fue recitando el forense en voz alta mientras se ponía los guantes de látex.
El hombre se acuclilló al lado del fallecido y se dispuso a darle la vuelta. Los tres dieron un respingo al unísono e instintivamente se llevaron la mano derecha a la boca. ¿Dónde está el rostro?, parecían preguntarse mientras se miraban perplejos. “Esto no tiene sentido”, dijo con un hilo de voz el forense. “¿Cómo han podido arrancarle la cara de esa manera?”, preguntó el fotógrafo con el semblante lívido. “En mis veinte años de servicio jamás había visto algo así”, aseguró el comisario.
La puerta no estaba forzada y cada objeto de la casa permanecía en su sitio. Sobre el sofá unas revistas de moda de los años cincuenta y unos retazos de tela de algodón de varios colores miraban con desdén a los intrusos.
Unos leves toques sobresaltaron a los tres hombres que no dejaban de analizar el cadáver buscando una respuesta plausible. Dos fornidos operarios de la funeraria Suárez e Hijos irrumpieron en el salón y se dispusieron a colocar el cuerpo dentro de una bolsa de plástico. Al levantarlo se miraron asombrados pues fue como alzar una pluma de gallina.
Dicen que el fotógrafo fue el último en salir. Desde el umbral de la puerta echó una última ojeada a la habitación. Una extraña escultura colocada sobre la estantería lo observaba con sus ojos de vidrio. Le pareció que por la boca entreabierta se asomaban unos grandes colmillos manchados de rojo. Parpadeó nerviosamente y estuvo a punto de decir algo, pero pensó que ya tenía suficiente con lo que había visto. Lo mejor era marcharse cuanto antes de aquel lugar que le ponía los pelos de punta. Al escuchar el portazo, el gato de tres patas dio un salto y fue a acurrucarse en el sofá, encima de los retales.
Creo que otra vez sufriré mal de estómago. Menos mal que tengo Flatoril a mano. No quiero volver a escuchar las quejas de mi compañero de habitáculo. Espero mantener a raya mi jaqueca crónica para contarles un nuevo relato que seguro pondrá los pelos de punta al mismísimo Edgar Allan Poe.
Si quieres leer la primera entrega de este relato, pincha en este enlace: https://www.landbactual.com/el-hombre-que-lloraba-por-dentro/