Me lo contaron en cuanto puse un pie en un barrio de Las Palmas de Gran Canaria. Vine a vivir a San Nicolás porque desde que vi las casas me parecieron coquetas y antiguas. Todo un manjar para los fantasmas como yo. De hecho, he alquilado una habitación en una que tiene más de cien años. Pero bueno, no quiero desviarme de la historia que quiero contarles. No puedo asegurar que sea totalmente cierta, pues me la susurró el espíritu del zapatero que comparte habitáculo conmigo y el señor, además de estirado, creo que es mitómano.
«de los cuencos vacíos de sus ojos brotaba el agua como un manantial inagotable»
Resulta que en la calle Álamo hay una casa de tres plantas en ruinas y cuentan que allí vivió un hombre que, después de enviudar, se encerró a cal y canto en su vivienda, ubicada en la segunda planta, a llorar su pérdida. Sólo salía de noche a tirar la basura y a fumarse un cigarro mientras contemplaba desde lejos el mar. Al parecer tenía la tristeza enquistada en las vísceras por culpa de las lágrimas. En vez de salir por los conductos y rodar por las mejillas, recorrían un extraño camino y terminaban bajando por el esófago, de ahí al estómago y luego se repartían por los intestinos, el corazón, los pulmones, los riñones, el hígado y el resto de su anatomía interior.
Uno de sus vecinos juraba que el tipo se alimentaba solo de frutos secos e infusiones. Su única compañía era un gato de tres patas que maullaba como un poseso en las noches de luna llena. La inquilina del primero escuchaba pasos siempre a partir de las once de la noche. El hombre arrastraba los pies de un modo cansino, mientras el felino se le enredaba en las piernas y le mordisqueaba los calcetines malolientes y llenos de agujeros. Nunca se oía el sonido de algún aparato de radio o televisión. En la casa había unos pocos muebles desgastados y varias estanterías repletas de libros de esoterismo.
Una noche muy fría, víspera de Navidad, la vecina del primero se dio cuenta de que las luces del árbol comenzaban a parpadear. Las ramas goteaban como si estuviera lloviendo dentro del salón y en el suelo, delante de los regalos, se había formado un gran charco. Alarmada, la mujer miró al techo y no pudo reprimir el grito. Un rostro perfectamente delineado sobre el pladur la observaba con profunda tristeza mientras que de los cuencos vacíos de sus ojos brotaba el agua como un manantial inagotable.
La boca se abría desmesuradamente dándole a las facciones un aspecto repulsivo. Sobre el suelo empapado comenzaron a caer vísceras humanas…Hago un alto aquí porque tengo las tripas revueltas y necesito un descanso. Los fantasmas somos muy sensibles y nos descomponemos fácilmente del estómago. En unos días, si mi jaqueca crónica me lo permite, les contaré el resto de la historia.
Continuará…
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Fotos: La Prensa Gráfica/Belkys Rodríguez