A finales del siglo XIX, La Isleta de Las Palmas de Gran Canaria crecía con la llegada de matrimonios procedentes de la propia capital y de emigrantes que huían de las hambrunas que asolaban las islas de Lanzarote y Fuerteventura. Al amparo de la pesca, de las nuevas empresas fundadas por los ingleses y de la cercanía del Muelle de La Luz —para mano de obra y apaño de los cambulloneros—, los escasos empleos ayudaban a saciar los vacíos estómagos. La alimentación, salvo excepciones, se basaba en potajes, escudillas de leche con gofio, plátanos escachados, caldos de papas y pescados jareados que se perchaban en las azoteas de las viviendas terreras, donde cabras, gallinas y conejos eran ubicados para complementar la dieta.
«Margarita soportó los agravios en silencio, para que no se enteraran sus hijos y vecinos»
En esa desgraciada situación y con falta de expectativas, llegó a la localidad, procedente de Lanzarote, el matrimonio formado por Margarita Cabrera Saavedra natural de Arrecife y Lorenzo Pablo Barreto Barreto de Máguez (Haría). Se casaron en la iglesia de San Ginés el día veintitrés de noviembre de 1889 y pronto comprobaron que la crisis económica les obligaba a seguir los pasos de muchos otros paisanos que decidieron emigrar a Gran Canaria. Llevaban con ellos la escasez propia de la humildad y a sus hijos Agustín, Margarita y Manuela, chiquillos de cortas edades y con buen apetito a la hora de sentarse a comer.
Alquilaron, dentro de sus escasas posibilidades económicas, una casita donde los isleteros llaman el Puentillo. En ese devenir continuaron los apuros, así como las palizas del esposo, percances que Margarita sufrió, de aquel mal nacido, desde que saliera como esposa, por la puerta principal de la iglesia de su pueblo natal. Margarita soportó esos agravios en silencio, para que no se enteraran sus hijos y vecinos. Poco después, la situación se agravó cuando Lorenzo Pablo, prometiéndole el envío de dinero a su esposa, cogió el primer barco que salió para Cuba, dejándolos al albur en la capital grancanaria.
La pobre mujer, a cambio de esta acción, heredó de su esposo promesas incumplidas, las cargas de batallar con la obligación de educar, alimentar y vestir a sus pequeños y el mantenimiento de la casa, con todos sus gastos e imprevistos. Ella, mujer de mucha voluntad y apoyándose en su gran don como madre, se ocupó de ir a casas de personas pudientes a hacer de cocinera, oficio que se le daba bien. Completaba sus tareas asistiendo en los partos a las mujeres del barrio, que no eran pocas las que parían en aquella época en su domicilio. Así fue como ganando fama de mujer honrada y trabajadora la llamaban cariñosamente Madreíta la Partera. Esto la llevó a ganar sus perrillas para sacar a sus hijos adelante y educarlos como personas honradas.
Madreíta, la Partera de La Isleta
Pero como dice el refrán: «La alegría dura poco en casa del pobre». Un domingo, cuando su hijo Agustín tenía quince años, Margarita le pidió al chico que se acercara a comprar a una tienda de aceite y vinagre que estaba situada frente a su casa. Aquel negocio era propiedad de un tal Antoñito Montenegro, hombre emprendedor. En aquellos tiempos era costumbre que los tenderos cerraran los días de fiesta y de guardar, bajo castigo de la autoridad. Sin embargo, despachaban por la puerta de la casa que la dejaban entornada y con el gancho echado. Con ese detalle a la vista, el comprador era consciente de que en el interior, pasando por el zaguán, se vendía al detalle. El joven cumplió con su encargo y sin tardanzas volvió rápidamente a su hogar.
A la media hora, el tendero se presentó en casa de Madreíta y le comunicó que en su tienda habían faltado tres cartones de tabaco de los del cambullón y que lo había notado después de que Agustín se fuera. La mujer llamó a su hijo y lo puso al corriente de la reclamación del tendero, sabiendo de antemano y comunicándolo así al hombre que esa acción no la había cometido su hijo Agustín, pues era de una conducta intachable.
El chico lloró a rabiar y negando el hurto abandonó el lugar refugiándose en su habitación. La madre oía los llantos del muchacho y cada lágrima era como un puñal clavado en su corazón. «Este tema tendrá que arreglarse…», se decía, pues estaba segura de la honradez de su hijo. Sin embargo, el chico lo arregló a su manera pues, avergonzado por la imputación, tomó la decisión de abandonar su casa. De madrugada hizo un hatillo y dejó el hogar. Su madre se llevó una sorpresa y un gran disgusto, cuando se levantó por la mañana. Preocupada, decidió salir a la calle a buscarlo. Los vecinos se unieron a la búsqueda, pero el joven no apareció. Jamás se volvió a saber nada de él.
«mujer honrada y trabajadora la llamaban cariñosamente Madreíta la Partera»
Esa misma mañana, justo a la hora del ángelus, de nuevo tocaron en la puerta y al abrirla Margarita se encontró con Antoñito, quien sin saber de la ausencia de Agustín, comunicó a la Partera que los cartones de tabaco habían aparecido. Parece ser que el ladrón era un reincidente. El malhechor había sido sorprendido cometiendo otra fechoría en el mismo local.
La mujer dio gracias a Dios por la buena nueva y repasó interiormente su oración, en el momento de la buena nueva: «El ángel del Señor anunció a María y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo…». Pero llevada por la rabia de la pérdida de su hijo, le dijo al tendero que abandonara la casa y que no le excusaría su acción. Lo cierto es que el intento de Antoñito de obtener su perdón se repitió en más ocasiones, obteniendo siempre la misma respuesta.
Continuará….
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Fotos: Museo Thyssen Bornemisza/FEDAC